viernes, 21 de agosto de 2015

Verdegal de los comuneros









Dedicatoria:
A las comunidades campesinas
que son ayllu viviente y
perspectiva de la sociedad futura.



Ayllu:

En la actualidad subsiste como
organización social básica de
las comunidades campesinas
del Perú, Bolivia, Ecuador y Chile.

Diccionario  
Quechua Perú





PROEMIO


     El alma igualitaria y colectivista de los agricultores hizo fuerza arrolladora por obtener la tierra en común. La hermandad social en el campo decide la suerte de los campesinos actuales y venideros. ¡Oh, libertad agraria, hasta un conejo retoza en medio de la yerba tupida!

     La Comunidad Campesina o el ayllu, un logro de vida superior y sin daño. Le elogian diariamente los árboles, espesuras y animales, como el canto reloj de los gallos corraleros, la melodía matutina del pajarillo en las hojas y ramas, el desplegar alegre de las flores nictagináceas y diurnas.

     A los mencionados elogios se asocia con mil palabras, Verdegal de los comuneros, novela sobre una historia campesina y un debe ser comunitario. Licupís, el lugar novelesco, en las alturas andinas localizado, próximo al cielo solar o estelar. Desde aquí baja un río cristalino, extendido, pleno de imperecedero comienzo y final.

     El saber relativo a sociedad y valía de una perfecta organización comunal, dio la musa sublime para escribir con esmero lo que sigue...
MGM
  


I

     Cincuenta años después, el chirimoyo agreste que dejé arboreciendo a la vera del camino, ha echado flores y chirimoyas. Exhibe su adulta y suprema belleza matizada con canoras. Y el sol le torna vistoso en la perspectiva de los Andes.

     A mi encantador sino ya lo veo desde abajo, aunque confusamente por la elevada lejanía. Mas antes de llegar pienso seguro: encontrarlo verdeante, un edén alófano y dicroico, ajustándose al día o la noche.

     El alba iniciará su alborozo y los arpados pajarillos volarán atravesando el labrantío en tanto diseminan la simiente. Pues a la villa capital se va y, anticipado, llega mi pensamiento. Descorre allí a los visillos y abre las ventanas que dan al rociado y delicioso jardín.

     Mas en donde me hallo subiendo sobre ruedas la cuesta sinuosa, transcurre un mediodía entoldado por aquellas nubes celestiales. Avanzado, entre el llano que interrumpe la cuesta y le denominan El Tambillo o la posada, cobro cariño a mi tierra y tengo confianza en ella. Le hablo entonces al chofer del ómnibus:

     -Aquí me quedo, deseo continuar mi viaje a pie.

     Y portando la mochila plena de cosas ligeras me apresto a caminar, no sin antes beber agua fresca del pequeño manantial y contemplar el ámbito arbolado.

     -Pensar -me digo-, este llano, ahora incompleto, fue centro poblado con tienda rural, hasta que el repentino aluvión se llevó la mitad del espacio, dejando en cambio un peñasco y una hondonada cubierta de montes a la postre.

     Ya estoy yendo, ascendente y a solo cuatro kilómetros del punto determinado. Mientras, distingo los árboles resaltantes alrededor de la cima. Despacio me encamino por los antiguos atajos que acortan la distancia y animan a proseguir…

     Algún paisano y conocido, quien ha de tener más de setenta años como yo, al verme dirá, ¿por qué regresa Ítalo del Sol en su postrimería? Siendo así, con ironía y al primer encuentro le expresaré:

     -Hoy lo verás, no vuelvo únicamente a recoger mi rastro.

      Fatigado supero la cuesta mayor y me pongo en el verde panorámico de Licupís comunitario. Ando con más soltura, paso el portachuelo Los Chochos y me doy tiempo a meditar sobre el valle El Korral de la banda izquierda. Lo separa de mi camino un declive cubierto por boscaje quinual. En ese pequeño valle se reunía el ayllu para algún fin cultural, educativo, político o social; existió luego la casa del hacendado, elemento central de toda la hacienda española. Ambas épocas son reveladas, al presente, por lo que aún subsiste: el cauce de arroyo bien construido y algunas pircas medianas deslindando los recintos.

     Atravieso el prehistórico ámbito Chibchacocha y voy más allá, a tocar y sentir el corazón de mi destino. Llego. ¡Se abre la villa! ¿Cuál una flor? ¡No, está agostada y forma aspecto de un despoblado! Empieza la calle a recibir mis pasos firmes, entre dos hileras de casas grisáceas y pueblerinas y con puerta cerrada o entornada. Los rayos solares oblicuos, provenientes del oeste, han dividido a esta calle en dos carriles: uno soleado y otro sombrío. Ninguna persona camina por las aceras ni asoma a la puerta de su casa. Claro es que nadie me espera y quizá ni advierte mi presencia todavía.

     ¡Bah, cerca estaba la bifurcación! Pues me encamino por el ramal izquierdo, en bajada. Debo dar con la casa o el sitio que busco. Acá, actualmente no tengo familia, soy el hijo postrero de una generación fenecida, y hace ya cincuenta años que emigré, estableciéndome allende el horizonte, en Chectayo, la ciudad costeña más atractiva de entonces.

     Me detienen, tan pronto arribo a la parte llana, los escombros de la casa en que hube vivido con mi madre Lucila y mi abuelo Pedrocateriano. ¡Oh, casa prístina, hoy reducida a escombros y atardecer!

     Durante esto, aparece, delgado como el árbol sin hojas, un anciano de tez trigueña y estatura regular, vestido a la usanza campesina, incluso con sombrero juncino y botas de jebe. Algo receloso me aborda, saluda y pregunta:

     -¿Quién eres?

     Correspondo.

     -¡Oh, mi recordado Ítalo! -prorrumpe alegre.

     En seguida, explica que él estudiaba Quinto Grado de Primaria cuando yo cursaba apenas el Tercero, pero ambos bajo la dirección de los mismos profesores. Ahora caigo en la cuenta, estoy hablando con Heraldo Rosas, de más edad respecto a la mía, ha cumplido ochenta años.

     El anochecer y la soledad apremian, y aún no sé dónde pasar la noche. Me siento un extraño, parece que mi tierra en vez de mejorar ha decaído hasta lo inhabitable. Sin embargo, tras el darme a remirar la construcción artística de calles y casas, tengo un presentimiento: algo positivo me va a sorprender.

     ¡Sí, de repente se manifiesta el alumbrado público y casero, y le cambia el semblante a la villa! Ahorita ella equivale a la joya encandilada que empalma con las estrellas. Por si fuera poco, Heraldo Rosas, cordial me persuade para ir de huésped a su casa, ubicada hacia la prolongación de una calle.